Siento tener una gran empatía emocional por las miles de causas perdidas a lo largo del mundo. Solo hace falta que vea por tv a alguna víctima de cualquier catástrofe, estafa o desengaño para que se me empañen los ojos irremediablemente. No necesita ser este un caso demasiado terrible ni demasiado sangriento ni extremadámente emotivo, muchas veces, la sensación de desesperación que infunden en la gente los problemas más cotidianos generan en mi una terrible angustia; que suelo sentirla como latigazos que castigan mi alma vernácula.
Sin embargo hay ciertos casos en que los padecimientos o sensaciones de deseasociego del próximo muy por el contrario sacan lo peor de mi. Es aquella venenosa búsqueda del acompaniamiento ciudadano en la queja por mera queja que suele ocurrir en el espacio público. La queja que encierra disconformidad adquirida consigo mismo, la que busca la complicidad en el compañero de cola o vecino de asiento para solo reafirmar la inseguridad y patetismo de su ejecutor.
John Doe en "Seven" siente deseos de vomitar a causa de las banalidades a través de las cuales un circunstancial compañero de viaje en subte intenta entablar conversación con él. Claro que uno tiende a ser más civilizado, con lo cual mi reacción en esos casos se limita a una indiferente encogida de hombros acompañada por un simultáneo levantamiento de cejas y un pucherito en los labios. Nada más. Y por sobretodo nunca jamás (y esto es lo que más le duele a mi circunstancial interlocutor), sale de mi boca una sola palabra de la que puedan prenderse como parásitos para continuar con su derrotero verbal. Así fue como reaccioné el viernes cuando esperando para cruzar la Avenida Cabildo una señora que avanzaba casi 2 metros sobre la calle, mientras el semáforo seguía en rojo, lanzó una máxima en contra de un automovilísta que la rozó y enseguida busco desesperadamente mi aprobación. Claro que no fue muy feliz al notar mi total indiferencia.
Pero este post había comenzado hablando sobre empatía emocional y es a ella a la que me quiero referir. Los locales de Mac Donalds no son justamente lugares en los que uno considere que sus emociones están a flor de piel, ni mucho menos, pero claro que cuando uno está ubicado en aquella suerte de sector VIP que existe desde hace un tiempo, el Cafe-bar, los signos de humanidad son sensiblemente más frecuentes.
Un viernes a la tarde al salir de terapia hace un par de meses, me senté a tomar un capuchino en la barra del café dentro del local de Santa Fé y Pueyrredón. Notaba que las chicas que atendían la barra, siempre bien predispuestas, actuaban un tanto aceleradas, un poco "tongue in cheek" como diría alguien de teatro. Los clientes entraban y salían constantemente y entre ellos uno se acerca y pide un muffin y lo paga con un billete de cien pesos y la lima un poco a la minita con que el cambio, que el billete de cincuenta, que el de cien, que el muffin, que te doy para que me dés y demás; yo como silenciosoo observador, sentadito solo en la barra, me olía la matufia a la legua, pero la jóven simpática cayó tendida a la lógica del cliente. Pocos minutos tardó la minita para caer en que efectivamente le faltaban 50 guitas. Enseguida rompió en llanto y toda la parafernalia de la última argentina con vocación de servicio se esfumó instantáneamente. Es aquí cuando entro yo en escena.
Una vez más merced a mi espítritu paulsiano comienzo la investigación: "¿Cuanto te sacan?" Me dice entre lágrimas que no le descuentan nada pero que le sacan días de trabajo. Que antes cuando estaba en Burger sí le descontaban lo que faltaba de la caja. Se va al baño a recomponerse y la compañera que la había estando consolando hasta recién me comenta que "es una pena, por que no es la primera vez que le pasa". Vuelve la chica con los ojos como tomates y con la cara desencajada y agrega que ella algo sospechó, pero que por no incomodarlo al cliente prefirió no hacer nada en el momento.
Me reservo la opinión al respecto de lo actuado por la señorita pero la realidad es que en ese momento, sentado ante aquel capuccino de fantasía mis ojos se rindieron y se humedecieron, y mi garganta cedió y se me cerró. Y solo atiné a decir, con la vos entrecortada: "Yo vi todo lo que pasó y lo lamento mucho" mientras le dejaba un billete de cincuenta pesos que increiblemente tenía conmigo ese día. La chica rompió en llanto aún más estridente, y yo rápidamente me retiré para no avergonzarme de la escena.